Cuando era niño, una de las historias que más me fascinaba era aquella que Platón registró en su República, y que cuenta cómo unos sujetos, atrapados en el interior de una caverna desde el día en que nacieron, no conocen otra realidad que el muro de piedra que se yergue frente a ellos y las sombras proyectadas en él por la hoguera ubicada cerca de la boca que sirve de entrada, hasta que uno de ellos, tras lograr liberarse, alcanza dicha entrada y mira por primera vez el mundo exterior, topándose con una realidad distinta a aquella que hasta entonces había conocido y que no hace más que dejarlo perplejo (algo así como un Segismundo pensando que esa realidad que viera fuera de la torre no es otra cosa que el producto de algún sueño de mal gusto).
En versiones más modernas, los hermanos Wachowski utilizaron dicha alegoría para construir el argumento de "Matrix" (1999), soberbia película en la que Neo, el protagonista, descubre que toda su vida no ha sido más que un engaño, tras haber vivido en una realidad impuesta por una inteligencia artificial que mantiene a los humanos sumergidos en un mundo de ilusiones, al mismo tiempo que los usa como fuentes de energía para poder mantenerse a sí misma con vida.
En ambos casos, el personaje principal (el hombre que logra liberarse de sus cadenas, en la versión platónica; y Neo, en la versión cinematográfica) entra en una incertidumbre que lo angustia: ¿qué es más conveniente?, ¿pasarse los días sumergido en ese mundo de apariencias en el que todo se hace cómodo y la vida transcurre sin mayores contratiempos? o ¿aventurarse a ir más allá y adentrarse en una realidad que subyace en esa otra que a menudo nos imponen? El precio a pagar, si se opta por lo último, dependerá de hasta dónde nos atrevamos a avanzar, puesto que el conocimiento bien puede perturbar esa ilusoria comodidad que solo se consigue en el interior de la caverna, la misma que mantiene nuestros ojos anegados en tinieblas (Kubrick retrató a la perfección los riesgos de esa empresa en el filme “Ojos bien cerrados”, su última obra maestra, que desde el título ya hace referencia al estado en el que muchos nos hallamos cuando no nos atrevemos a mirar).
Por razones como estas, siempre cae bien cuando irrumpe en nuestro ámbito libresco un texto como el que Fred Rohner nos ofrece con su “Historia secreta del Perú” (Estruendomundo, 2017), en el que se da a la tarea de desmontar viejos mitos de nuestra historia con los cuales hemos sido educados desde el colegio, revestidos siempre con un manto de certeza que nos hacía aceptarlos sin ninguna discusión (como aquella que nos hizo creer ciegamente que los colores de nuestra bandera se eligieron a raíz de un sueño que don José de San Martín tuviera tras quedarse dormido en la bahía de Paracas).
Haciendo uso de un lenguaje sencillo (no por ello carente de profundidad), ameno y directo, Rohner nos invita de manera elegante a hacer uso de esa cualidad que René Descartes exigiera de aquellos que querían evitar comerse las cosas que otros masticaran, para llegar a saborearlas por sí mismos: la duda. Rohner, casi al final de su escrito, dice al respecto: “Hemos fundado un país sobre la base de la ficción, del rumor, del chisme, del credo, de los intereses de unos cuantos. Hemos preferido sentarnos cómodamente a que nos narren un cuento (…) en lugar de inspeccionar nosotros mismos en ese pasado. Hemos delegado a otros la tarea de reflexionar sobre nosotros mismos.” Palabras de verdad incuestionable si se admite que una buena parte de la historia ha sido escrita en base a ciertas conveniencias que solo una mirada perspicaz es capaz de descubrir.
El libro de Fred Rohner puede ser, sin duda alguna, un buen punto de quiebre para empezar a reescribir nuestro pasado revelando al mismo tiempo esos vacíos que han permanecido hasta el momento sin ser vistos, y que pueden convertirse en puntos claves para construir una identidad más consistente y un presente mucho más honesto que el que ahora nos envuelve.