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  • Foto del escritorManuel Alfonso Navarrete Salazar

Al otro lado del espejo

Actualizado: 2 sept 2021

Malva Marina Trinidad (1934-1943) fue el nombre de la pequeña hija de Pablo Neruda que este abandonó cuando aquella tenía dos años de edad. Padecía de hidrocefalia y, contra todo pronóstico, pudo vivir hasta los ocho años gracias al cobijo que le dio una pareja de esposos holandeses que, a pesar de padecer las penurias generadas por la Segunda Guerra Mundial, no dudaron en hacerse cargo de ella. Con ese amparo, le brindaron, asimismo, el beneficio de poder disfrutar del amor de una familia en el poco tiempo que estuvo destinada a mantenerse con vida. El nobel chileno, más allá de haberle llegado a suministrar algunas pensiones de monto miserable, la borró del casete de su memoria sin mayores cargos de consciencia.

Daniel Miller (1966), por su parte, es el nombre del hijo con síndrome de Down que el afamado dramaturgo Arthur Miller engendró con la fotógrafa Inge Morath. Fue abandonado en un orfanato a los cuatro días de nacido por un padre que hacía primar su carrera literaria por encima de todo lo demás, por lo cual mantuvo siempre una actitud renuente a aceptar hacerse cargo de cualquier asunto que pudiera distraerlo. Una actitud irónica si se tiene en cuenta que Miller era también un activista que abogaba por la paz y solía mostrarse como un asiduo defensor de los más desvalidos (en todo caso, fue esa la imagen que vendió de sí mismo).

Cavilando en torno a estos dos casos de vida, no puedo dejar de preguntarme cómo es que estos dos sujetos, que innegablemente fueron grandes artistas y pensadores, pudieron ser capaces de actuar del modo en que lo hicieron sin ningún remordimiento de por medio (no concibo como tal que Miller, poco antes de morir, haya incluido a Daniel en su testamento. Viéndose uno tan próximo a la muerte, purgar la consciencia significa más un afán desesperado por librarse de una posible condena, que una sincera actitud de contrición). Ello, debido a que mayormente reina el supuesto de que una vida vinculada al arte, al conocimiento y a la cultura asegura una vida rica en lo que a nivel de humanidad se refiere. Casos como estos, nos demuestran que dicho supuesto está lejos de llegar a constituirse como una verdad incuestionable.

No obstante, al otro lado del espejo, podemos hallar también alguna caja de sorpresa que, abierta, deja escapar una luz de esperanza en relación a la siempre compleja naturaleza del hombre. Hikari Oé es el hijo que Neruda o Miller habrían llegado también a "extirpar" de sus vidas. Hidrocéfalo, autista, epiléptico y relativamente ciego, tuvo, no obstante, la fortuna de tener como padre al también escritor Kenzaburō Ōe, quien, a pesar de las sugerencias de los médicos, decidió hacerse cargo de su hijo sin importarle en lo más mínimo que aquello le llegara a costar el sacrificio de una carrera literaria que estaba en ascenso. Fue así que su amor de padre lo llevaría a descubrir, tiempo después, que Hikari quien tenía problemas para comunicarse con normalidad mostraba ciertas aptitudes para expresar sus emociones por medio de la música. Tras percatarse de ello, se dedicó en cuerpo y alma a potenciar dicho talento hasta el punto de hacer de su hijo uno de los compositores japoneses más virtuosos y solicitado de la actualidad. Es conocido por todos que Kenzaburō, asimismo, llegó a ser condecorado con el Nobel de Literatura en 1994, siendo ello una muestra de que realmente no existen imposibles si se tiene la voluntad necesaria y el ferviente deseo de allanar el camino sin dejar de actuar en base a lo que es correcto.




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