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  • Foto del escritorManuel Alfonso Navarrete Salazar

A propósito de "¿Para qué sirve la literatura?", libro de Antoine Compagnon

Antoine Compagnon reflexiona, en este texto, en torno a aquella pregunta que aún hoy sigue intrigando a muchas personas y, en especial, a los que hemos dedicado nuestras vidas a la enseñanza y al estudio de una de las ramas artísticas más seductoras que existen: ¿Sirve para algo la Literatura?


Siendo aquella un arte desinteresado; cuyo cultivo y consumo obedecen, básicamente, a un interés ajeno a la necesidad (aunque, sin temor a equivocarme, hay quienes la concebimos como algo realmente necesario), se torna difuso y complicado hallar una respuesta unívoca para dicha cuestión; más aún porque, como bien lo da a entender Compagnon a lo largo de sus reflexiones, la recepción de una obra literaria y la utilidad (o carencia de una) que se llegue a forjar en torno a ella, dependerá mucho del contexto espacio – temporal, de las circunstancias sociales o, si se quiere, de la coyuntura en la que sea consumida, e incluso de la subjetividad misma del lector. Todo ello, teniendo en cuenta que una obra literaria siempre es abierta y se puede prestar a múltiples interpretaciones, así como también puede escapar a la intención que el propio autor quiso impregnar en ella (de haber concebido una que lo motivara a crearla). Para ejemplificar esto, podemos referir un dato curioso en torno a la figura del escritor francés Marcel Proust, relatado por el mismo Compagnon en una entrevista que se le realizara en Argentina. El profesor y crítico literario francés refiere cómo, en las primeras décadas del siglo XX, se solía concebir a Proust como un escritor elitista, a razón de la carencia de personajes identificados como propios del proletariado, en el desarrollo de su obra. Ello, a decir de Compagnon, hizo que el mismísimo Jean Paul Sartre rechazara la lectura de ese autor. Esa concepción en torno a Proust cambiaría radicalmente a partir de la década del 60, en la que el novelista francés empezó a ser visto como un escritor moderno y progresista, para lo cual favorecerían también su judaísmo y homosexualidad, que iban de la mano con los cambios sociales que empezaban ya a experimentarse en esos años. Ambas, características inconcebibles dentro del contexto ortodoxo de principios del XX.


Teniendo como base esa heterogeneidad de interpretaciones que una obra literaria puede tener, Compagnon hace un breve recorrido histórico sobre las distintas concepciones que se han ido manejando a lo largo del tiempo en torno a la importancia o utilidad de la literatura. Empieza mostrándonos cómo, desde Aristóteles hasta los neoclásicos, aquella estuvo orientada preferentemente a erigirse como una fuente de la que los hombres podían beber para lograr la mejora personal. El propósito, así, fue básicamente formativo e instructivo. Salvo excepciones, claro está, que nunca dejan de estar ausentes, las obras literarias se caracterizaban por presentar modelos a seguir (Cantar de mío Cid) por medio de la forja de personajes arquetípicos o, en todo caso, personajes grotescos que representaban costumbres que no debíamos imitar (El avaro). De un modo u otro, la obra literaria era aquello que, para ser calificada como tal, debía contener una intención moralizante, sin dejar a un lado, claro está, el toque necesario de placer. Lo estético, así, no podía quedar fuera de escenario, y de ese modo la Literatura seguía constituyéndose como un arte.

Por otro lado, desde la Revolución francesa, que puso en la palestra las nociones de Libertad, Igualdad y Fraternidad (las mismas que se irían regando al resto del mundo y que contribuyeron a la emancipación de las colonias americanas), pasando por los románticos, hasta las primeras décadas del siglo XX, la literatura sería concebida como un instrumento para romper las cadenas que ataban al hombre a todo aquello que restringiera su libertad y autonomía. Los románticos serán, sobre todo, los que cultiven esa noción creativa, edificando personajes que obedecían a un marcado individualismo y que estaban lejos de actuar de acuerdo a patrones racionales de conducta (Werther). La Literatura comprometida del siglo XX desestimará eso y cantará una libertad más ligada a la colectividad, en desmedro de los grupos de poder que se iban afianzando con el avance progresivo del capitalismo y la industrialización (de allí que, como se dijo anteriormente, Sartre rechazara la obra proustiana, por no poder hallarse en ella el más mínimo resquicio de compromiso que él exigía como requisito indispensable para el ejercicio literario).


No obstante, ese empleo de la literatura no dejaría de ser también un terreno fértil para los intereses de los grupos de poder: así como una obra literaria podía ser utilizada para reafirmar en los hombres el deseo de romper las cadenas que los sujetaban a todo ese conjunto de esquemas y estereotipos que dichos grupos llegaban a instaurar para el afianzamiento de sus intereses, descubrieron también que podían hacer uso de ella para ejercer un control sobre aquellos que deseaban subyugar. De este modo, se regresaba a un tópico que ya, en tiempo de la Roma antigua, Virgilio aplicara en su Eneida, a través del cual buscó legitimar la figura del emperador Augusto, emparentándolo a la casta de los dioses.


Una tercera mirada, que va de la mano con ciertos movimientos de vanguardia y que se fue afianzando en las décadas posteriores a la segunda mitad del siglo XX, consistió en ver a la obra literaria como algo bello en sí mismo, alejado de todo afán moralizante y de toda intención liberadora o reaccionaria. Si existía algo a lo que la literatura obedecía, era a su mismo lenguaje o, si se quiere, a sus propios esquemas lingüísticos, con todo ese conglomerado de factores que le dan forma y la hacen posible, y que la convierten en un medio inmejorable (más aún por su misma gratuidad) para contener y dar a conocer conceptos que no necesariamente le son propios. De allí que Michel Foucault, a decir de Compagnon, diera a entender que una buena parte de los conocimientos filosóficos que llegara a adquirir se debieron a sus lecturas de Nietzche, Bataille y Blanchot. Se regresaba así, de un modo u otro, a aquella polémica clásica exhibida por Platón en su República, consistente en esa extraña capacidad de la literatura para abordar, como algo natural, temas diversos, ofreciendo incluso pensamientos profundos en torno a ellos (o, al menos, en apariencia); un factor que Aristóteles rescataría en su Poética y que lo llevó a colocar al arte literario (poiesis) en un mejor lugar respecto a aquel al cual su maestro lo había confinado.


Dicha concepción de la literatura, a decir de Compagnon, ya había tenido sus orígenes en Flaubert y, sobre todo, en Baudelaire. Considerado el inventor de la noción de Modernidad, el poeta francés, lejos de todo afán moralizante y de toda intención de vender su poesía como un medio de liberación personal, dejaría reflejar a través de sus versos su percepción del contexto parisino que lo envolviera y la consecuente influencia que en él ejerciera, siendo tal vez el primer poeta existencialista de la historia, mucho antes de que el existencialismo llegara a tomar un cuerpo definitivo.


Compagnon refiere cómo, dicha concepción de la literatura, alejada de todo compromiso, tuvo como consecuencia la negación de todo valor que aquella pudiera tener. De ese modo, la literatura pasaría a ocupar un lugar marginal dentro del contexto moderno, cada vez más complejo y dependiente del mercado y en el que ya empezaban a prevalecer otras formas expresivas menos exigentes y más fácilmente digeribles. El facilismo, lo rápido, pasarían a convertirse en los nuevos requisitos de todo aquello que quisiera instalarse en la sociedad con el vestido ilusorio de arte, y que, no obstante, sería más que suficiente para alimentar el esnobismo vacío y superfluo que traía consigo la cada vez más compacta cultura de masas.


Con todo ello, no deja de ser conmovedor el velo de esperanza con el que Compagnon cubre la última parte de su texto, en la que deja abierta la pregunta de si dicha situación actual en la cual se encuentra la literatura llegará a cambiar con el paso del tiempo, y para lo cual se esfuerza en exhibir esas peculiaridades propias de aquel arte, capaces de transformar la vida de las personas que, contra todo precepto moderno, se animan a pisar sus terrenos. La literatura es, por lo tanto, el medio por el cual el hombre moderno bien puede alcanzar la libertad, esa verdadera libertad que solo puede obtenerse a través del confrontamiento con todo aquello que, visto desde una posición cómoda y distante, solo puede producir temor e incertidumbre. La literatura es, entonces, aquel mar de aguas turbulentas que solo los valientes se animan a surcar, y cuya orilla contraria es la puerta de entrada hacia un mundo más claro y más pleno, y en el que todo, absolutamente todo posee sentido.




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